Esta tarde, con mucho gozo y mucha alegría, celebramos la solemnidad del cuerpo y la sangre de Cristo. En el Evangelio de hoy, Jesus nos dice: El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna. Estas palabras del Evangelio de Juan nos introducen al misterio de la presencia de Jesucristo en la Eucaristía que celebramos hoy en esta solemnidad. La primera lectura de hoy del libro Deuteronomio nos da una descripción da la experiencia del desierto del pueblo de Israel. En muchos sentidos, la Eucaristía que celebramos cada domingo evoca este paso del pueblo de Dios por el desierto. Esta lectura enseña al pueblo de Israel que su paso por el desierto, lleno de adversidades y contratiempos, no es simplemente una situación de desafíos, sino un momento de prueba. Dios penetra el corazón del pueblo de Israel, se hace presente y ofrece el sustento a los que desfallecen. Cuando el pueblo tenía hambre en el desierto, Dios les daba el maná para comer. Este alimento que el Señor ofrece en el desierto sostiene la vida del pueblo y lo ayuda a continuar la marcha. Israel atravesó por el desierto y Dios probó su corazón y lo mantuvo en vida.
Hoy día es mucho siglos después de esta viaje del pueblo de Israel en el desierto. En nuestra vida de fe, el Señor está aquí con nosotros también. Encontramos el Cristo verdadero en la Eucaristía que recibimos. En la Eucaristía, Jesucristo nos da vida nueva en abundancia. El nos da a comer su carne, que es verdadera comida para nuestro camino, y a beber su sangre, que es verdadera bebida, para nuestra vida eterna. Comemos un solo pan eucarístico y formamos un solo cuerpo de Cristo en el mundo.
En verdad, la eucaristía debe dar significado a nuestra vida. Un día, alguien observó a la Madre Teresa de Calcuta con una mujer de la calle en su centro de salud. Esta pobre mujer había vivía en las calles y estaba casi muerta. Su cuerpo estaba cubierto de llagas y estaba infestado con bichos. Pero la Madre Teresa no se estremeció cuando tocó esta mujer. Ella era muy cariñosa e y tierna con su cuidado cuando bañaba esta señora. Limpiaba a sus heridas. Mientras tanto, la mujer gritaba y maldecía a la Madre Teresa, lanzando insultos y amenazas contra ella. Madre Teresa respondió amorosamente, sin enojo ni frustración. Más tarde, a la Madre Teresa alguien se le preguntó cómo podía hacer este trabajo día tras día sin sentirse frustrado o impaciente. La Madre Teresa respondió: La Misa, la Eucaristía, es el alimento espiritual que me sostiene en mi vida. Sin la Eucaristía, no pude pasar ni un solo día ni una sola hora de mi vida.
Hoy, en nuestra celebración de la solemnidad del cuerpo y la sangre de Cristo, podemos recorder que vamos a la Misa no sólo porque tengamos "la obligación" o "la devoción”. Vamos a la misa cada domingo porque en la misa, en la Eucaristía, tenemos el mismo Señor quién nos ha llamado como sus discípulos. Nunca podemos pensar que vamos a Misa por nuestro propio pie. Es el Señor quien nos invita alrededor de su mesa. En esta misa, podemos decir sin duda: "Estoy aquí Señor porque me has llamado. Estoy aquí Señor para recibir el cuerpo y la sangre de Cristo para darnos la vida eterna.”
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