El domingo pasado, escuchamos el Evangelio sobre dos personas de fe en la presencia de Jesús. Había una mujer; ella estaba sufriendo con una hemorragia para doce años. Ella tenía mucha fe en el poder y la autoridad de Jesús. Esta mujer conocía que Jesucristo tenía el poder de curar sus enfermedades con el toque de su manto. También, había un jefe de la sinagoga; él tenía una hija enferma.
Cuando ella se murió, Jesús levantó la niña. Jesús dijo a estas dos persona que por el camino de su fe, la sanación podían entrar en sus vidas. Estos ejemplos de fe estaban conmigo cuando escuchaba sobre la visita de Jesús a su pueblo en el Evangelio de hoy. En lugar de tener confianza en Cristo, ellos tenían mucha dudas. Al fin de este encuentro en el Evangelio de hoy, Jesús lamentaba la falta de la fe de la muchedumbre.
Nuestra fe empieza con la gracia de Dios, con el don de Dios. Nuestra fe no es algo que podemos iniciar por nosotros mismos. Pero, no es fe verdadera si la guardamos escondida, si no queremos utilizarla o tener riesgos con nuestra fe. Hay una oración tradicional de San Ignacio de Loyola del siglo decimosexto que habla sobre nuestra fe:
“Tome, Señor, y reciba toda mi libertad,
mi memoria, mi entendimiento y toda mi
voluntad, todo mi haber y mi poseer,
Usted me lo dio, a Usted, Señor, lo torno.
Todo es suyo.
Disponga a toda su voluntad,
déme su amor y su gracia
que ésta me basta.”
Recibimos tanto de Dios – recibimos nuestra fe de Dios. Pero si no devolvemos esta fe a Dios – si no ponemos esta fe al servicio de Dios – no es la fe verdadera.
Cuando San Pablo predicaba la palabra de Dios a los gentiles, él competía con otras religiones en el reino romano. Los corintios tenían un templo edificado en honor de los dioses paganos. La ciudad de Corinto era un centro de poder económico y político, y el centro de un campeonato atlético cada dos años. Pablo no tenía las ganas de alardear de sus conocimientos y de su relación con Jesucristo, del poder que tenía en la Iglesia. D. En lugar de eso, Pablo podía decir que quería alardear de sus debilidades, porque en sus debilidades él puede dar vida al poder de Cristo en su alma. Vivimos en la realidad de la muerte y la resurrección de Cristo diariamente en nuestro camino como sus seguidores. Si damos permiso a Cristo para vivir en nosotros, si damos permiso a nosotros mismos para tener fe en él, podemos dejar una senda del mensaje de la muerte y la resurrección de Jesucristo donde caminamos. Nuestra fe, nuestra vida que tenemos en Cristo, el poder de Cristo que brilla en nuestras debilidades y defectos, tendremos vida más allá de nuestras capacidades. Entonces nuestra fe tocará unas vidas que no nos daremos cuenta, y nuestra fe irá a los lugares que nosotros mismos no vamos. Nuestra fe tendrá su propia vida. Aún si no rendimos a Cristo, si no unimos con El, no podemos ser seguidor verdadero en su plenitud.