En nuestra fe, hay un solo Dios en tres personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Iglesia dedica hoy, el siguiente domingo después de Pentecostés a la celebración del día de la Santísima Trinidad. La Santísima Trinidad es un misterio de la fe que no podemos entender en nuestro realidad humana. El misterio de la Santísima Trinidad, un sólo Dios en tres personas distintas-, es el misterio central de la fe católica y de la vida de los discípulos de Cristo. Es el misterio de Dios en Sí mismo. El misterio de la Santísima Trinidad es un dogma difícil de entender, pero fue el primero que entendieron los apóstoles de Cristo. Después de la muerte y la resurrección de Cristo, ellos comprendieron que Jesús era el Salvador enviado por el Padre. Cuando los apóstoles experimentaron la acción del Espíritu Santo dentro de sus corazones en el día de Pentecostés, ellos comprendieron que el único Dios era Padre, Hijo y Espíritu Santo. Nosotros como católicos creemos que la Trinidad es una, us una unidad. No creemos en tres dioses, sino en un sólo Dios en tres personas distintas. No es que Dios esté dividido en tres, pues cada una de las tres personas es enteramente Dios. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen la misma naturaleza, la misma divinidad, la misma eternidad, el mismo poder, la misma perfección; son un sólo Dios. Además, sabemos que cada una de las personas de la Santísima Trinidad está totalmente contenida en las otras dos, pues hay una comunión perfecta entre ellas. Con todo, las personas de la Santísima Trinidad son distintas entre sí, dada la diversidad de su misión. El Padre es el creador del mundo. El Hijo es enviado por Dios Padre, es nuestro Salvador y Redentor. El Espíritu Santo es el enviado por el Padre y por el Hijo, es nuestro Santificador. En la creación, el Padre está como principio de todo lo que existe. En la encarnación, Dios se encarna, por amor a nosotros, en Jesús, para liberarnos del pecado y llevarnos a la vida eterna. En Pentecostés, el Padre y el Hijo se hacen presentes en la vida de los humanos en la persona del Espíritu santo, cuya misión es santificarnos, iluminándonos y ayudándonos con sus dones a alcanzar la vida eterna.
Probablemente la profesión más famosa de nuestra fe cristiana se encuentra en nuestra lectura del Evangelio de hoy, del tercer capítulo de San Juan. Esta profesión viene después de la visita de Jesús de Nicodemo, un fariseo que lo visita en la oscuridad de la noche para aprender de él y hacerle preguntas. Profesamos nuestra fe en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Profesamos esa fe en el Credo cada domingo en la misa. Pero, la comunidad de personas en la Trinidad es más que una doctrina que profesamos: es una realidad que estamos llamados a vivir cada día en nuestra vida de discipulado.
La Conferencia Episcopal de los Obispos latinoamericanos se formó en 1955 en Río de Janeiro, Brasil. La quinta conferencia de los obispos latinoamericanos se celebró en el país de Brasil en la basílica de Nuestra Señora de Aparecida en 2007. En un documento titulado Discípulos y Misioneros, los obispos proclamaron lo siguiente: "La iglesia está llamada a un profundo replanteamiento de su misión ... confirmando, renovando y revitalizando la novedad del Evangelio arraigado en nuestra historia". Me gusta mucho el título de este documento, porque los obispos dicen en este título que no se puede ser discípulo de Cristo si no está misionero en espíritu. La versión final de ese documento fue escrita por un comité encabezado por el Arzobispo de Buenos Aires, Argentina en ese momento, el Cardenal Jorge Bergoglio, a quien el mundo ahora conoce como el Papa Francisco. Fuera de nuestra relación con la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, estamos llamados a profesar nuestra fe como discípulos de Cristo como se proclama en el Evangelio de Juan hoy. Como discípulos de Cristo, en el espíritu de los apóstoles, estamos llamados a llevar el mensaje del Evangelio al mundo. Al reflexionar sobre la Santísima Trinidad, recordemos que cada vez que hacemos la señal de la cruz, afirmamos nuestro compromiso de vivir en una relación amorosa con nuestro Dios y con los demás. A medida que recibimos la bendición de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo, somos llamados y capacitados para tener una relación entre nosotros y para un intercambio de amor con nuestros hermanos y hermanas en Cristo.
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